No dejes que tus bloqueos te roben momentos memorables

Aquí estoy yo, viviendo mediterráneamente. En un día cálido de primavera con una dulce brisa, en el corazón de la Costa Brava.

Me llega el olor de la carne en la barbacoa.

La atmósfera es mágica. Estamos sentados a la sombra de un olivo, no tan viejo como da a entender su amplia copa.

Unas veinte personas entre adultos y niños, en sillas dispares castigadas por el aire libre. El jolgorio de ellas se mezcla con la conversación de ellos.

Acabamos de cantar una canción en catalán que no había oído hasta hoy. Yo como uno más, a pleno pulmón, siguiendo sobre la marcha la melodía recién descubierta, móvil en mano para leer la letra. Karaoke a la fresca, pero con música en directo, de la mano de un veterano guitarrista.

Somos un grupo peculiar. Todas las mujeres son dominicanas, a excepción de una hondureña. Todos los hombres, catalanes, a excepción de dos vascos, yo mismo y un bilbaíno amable totalmente integrado en la comarca.

No conocía a ninguna de estas personas hace un mes.

Me mudé a mi nuevo pueblo hace poco y sin pretenderlo, me he visto acogido por esta buena gente. Sin pretenderlo, porque soy una persona introvertida, que difícilmente comienza una conversación con un extraño.

La morena Rosa, ese sol que alegra los días de tantos desde el otro lado de la barra, me tendió un cable de bienvenida.

La vida me ha ido desplegando un camino y yo lo he caminado, aunque no ha sido fácil.

Hace años habría sido impensable que me apuntase a algo así. Suena bien sobre el papel, pero para un tímido extremo como solía ser, es difícil imaginar una situación más estresante.

Para un hombre tímido como sigo siendo, la posibilidad de “no encajar”, de quedar arrinconado por la indiferencia de los demás o por decisión propia, es una imagen aterrorizante.
¿Seré lo suficientemente simpático? ¿sabré seguir las bromas? ¿me uniré a las conversaciones o me quedaré mudo? ¿pareceré un soso? ¿y si les da por bailar salsa? Oh, Dios mío, ¡¡¡bailar!!! ¡¡No sé bailar!! Si bailo haré el ridículo y si no, quedaré como un aburrido, etc., etc.

Ya os hacéis idea. Este fue el diálogo interior con que arranqué la mañana, desde tres horas antes del encuentro.

Para un investigador de la experiencia vital como yo, seguir sintiendo esto a mis años, resulta frustrante.

Mis ganas de vivir no hacen más que crecer. Quiero experimentar más, ser más sabio, vivir plenamente.

Pero cuando me ofrecen una oportunidad de disfrutar y conocer personas que seguramente tienen mucho que enseñarme, mi reacción inicial es la de un niño pequeño corriendo a esconderse bajo la falda de su madre.

Es lamentable, pero es la realidad.

Estuve sentado en una cafetería durante horas, librando una batalla interna que solo veía yo, aunque un observador atento habría notado mis gestos de incomodidad por las tripas revueltas, o quizá el destello de mi sudor frío.

Los típicos síntomas de una fobia, que creía resuelta. Porque cuando la timidez llega al extremo de producir síntomas físicos incapacitantes adquiere el nivel de fobia.
Son síntomas familiares que, hasta donde consigo recordar, sentí por primera vez en otro escenario rural, en mi Álava natal, también un día cálido.

Yo tendría unos 10 años. Mis padres, poco sociables en general, aceptaron la invitación de un compañero de trabajo para pasar el día en un pueblo cerca de Vitoria.

El típico donde apenas vive nadie y solo se anima los fines de semana, cuando llegan los descendientes de los antiguos pobladores a disfrutar la tranquilidad que sus padres y abuelos cambiaron por la prosperidad en la capital.

Mis padres se reunieron con el resto de adultos y a mí me dejaron, como es normal, con la cuadrilla infantil.

Serían una docena y se notaba que solían ir a menudo porque conocían todos los rincones de aquel lugar, un paraíso para niños de ciudad, y tenían mucha complicidad entre ellos.
El problema vino cuando al líder de la manada se le cruzó el cable y decidió que ese día iba a divertirse a mi costa. Se lo pasó burlándose de mí, mientras los demás le hacían coro.
Y yo, que era un niño muy sensible, en vez de hacer frente o ignorar las burlas, me apoqué.

Esto solo consiguió que aquel chaval todavía se recrease más en humillarme, en un crescendo que acabó conmigo corriendo a la casa, para buscar el refugio de los adultos, en un mar de lágrimas.

No recuerdo qué me dijo, y no tiene la mínima importancia. La cuestión es que sufrí una humillación colectiva que me marcó profundamente, hasta el punto de que no quise volver a ese pueblo.

Desde ese momento, cada vez que estaba rodeado por un grupo de desconocidos que se conocían entre sí, me sentía como un cordero en medio de una reunión de lobos.
Seguro que otros niños en las mismas circunstancias no habrían quedado traumatizados.

Pero también sospecho que cualquier niño con gran sensibilidad emocional, es fácil que se vea muy afectado por eso que ahora llaman el bullying. Lo que toda la vida ha sido ser víctima de las burlas o los “abusones”.

Y así pasé de ser un niño sociable a un adolescente introvertido, desconfiado y falto de confianza.

Eso me hizo perderme muchas experiencias que hubiese querido tener. Ya hablaremos más de eso.

Con los años conseguí atenuar esa fobia social, sin dejar de ser introvertido.

Con los años he aprendido poco a poco a dejar de minusvalorarme por esta forma de ser.

Pero hay ocasiones en que todo se reaviva, y vuelvo a sentirme como aquel niño, con pánico a ser rechazado, humillado, despreciado.

En aquella cafetería, mientras esperaba para ir a la barbacoa, mi niño interior volvió a revivir aquel día de humillación, y estuve a punto de huir. Huir para meterme en casa a pasar el día solo con mis cosas.

Pero esta vez no seguí el camino conocido.

Recordé que, si hay algo sobre lo que tenga poder, es sobre mi discurso interior. Así que empecé a hablarme así:

-Si haces lo que siempre has hecho, conseguirás lo mismo de siempre. Sentirte solo, mediocre, débil.

¿No decías que ya era hora de aprender a ser libre? ¿No decías que querías tener una vida más plena? ¿no habías pedido abundancia de amor, amistad, diversión, aventuras?

Pues sé consecuente y hazlo, aunque sea incómodo, aunque te marees y te duelan las tripas. Atraviesa el miedo y descubre qué hay al otro lado.

Hazlo, aunque solo sea para reprogramar ese hábito de ansiedad y huida. Cámbialo por el hábito de afrontar y superar. No dejes que el pasado te robe el futuro.

Si no te gusta la experiencia, no repitas y ya está. Deja atrás al niño herido y conviértete en un hombre libre.

Parece que para algo había servido el trabajo personal de los últimos años. Quizá también pesó la serenidad que dan las canas.

Por lo que sea, decidí atreverme, haciendo caso omiso a mi mente miedosa, que seguía bombardeando con frases e imágenes angustiantes, y me monté en aquel coche que me llevaría a ese rincón precioso de la Costa Brava, donde descubriría a una gente alegre, amable, excelente.

Esa santa semana recordé que la Vida siempre da nuevas oportunidades de aprender, que es generosa con quien se abre a sus regalos, como una madre amorosa que no se cansa de dar.

Que ningún tren es el último y que toda herida puede sanarse, o como mínimo, aliviarse lo suficiente para que no te impida seguir viviendo.

Las antiguas heridas volverán a visitarme, no tengo duda, pero tengo otra victoria más en mi historial y me siento más seguro, con más ganas de abrirme y, como dijo nuestro anfitrión Ignasi, vivir desde el corazón.